Jorge le sacó el corazón a un cadáver para unirse a un cártel

Ciudad de México.- Jorge se toca el pecho cuando habla de “Eso Horrible” que hizo. Es como si sintiera en su propio cuerpo la incisión desde el esternón hasta el ombligo que hizo al cadáver de un desconocido que rodó hasta sus pies.

Los recuerdos de aquel día —el peor de su vida— le llegan en oleadas: sus manos sosteniendo un machete duro y largo, la punta penetrando en el tórax, el crujido de la caja torácica y la sangre manchando sus dedos.

“Luego pienso que yo no hice ‘Eso Horrible’, que lo hice en un (video)juego”, dice Jorge, aunque durante nuestra conversación no dejará de reconocer que él es el responsable de ese acto atroz, que tiene pesadillas que le impiden dormir y que siente que merece la muerte por acatar la orden de abrir el torso de un joven unos diez años mayor y sacar, con sus propias manos, su corazón.

Sus manos trémulas y sus ojos vidriosos me hacen pensar que no miente. La manera en que lo conocí, tampoco: entrevistando a sicarios para la siguiente película del director de cine documental Everardo González. Pero Jorge, estrictamente, no es sicario, pues no ha matado a nadie. Él, dice, únicamente le sacó los órganos a un extraño para demostrar que era lo suficientemente despiadado para unirse al cártel.

Ocurrió en un día de verano de 2018. Un amigo le compartió una oferta de trabajo que vio por Whatsapp: se necesitan ayudantes generales para una empresa en Jalisco que paga 2 mil 800 pesos a la semana. Cuando pidió informes, los datos eran escuetos: el trabajo era en un rastro y sólo se hacían entrevistas en persona.

“Si la sangre te asusta, ni vengas”, dijo alguien del otro lado de la línea, pero Jorge no sospechó que aquel desolladero no era para reses, sino para humanos. Hizo maletas, compró un boleto de camión hacia la Región Ciénega y durante el viaje fantaseó con un sueldo de 11 mil 200 pesos mensuales que cambiarían su vida.

Al llegar a una parada de camión donde le pidieron esperar al reclutador, Jorge y su amigo presintieron algo extraño. Todo lo que veían sus ojos eran parajes desolados. Apenas unas pocas casas, varias abandonadas. No lo dijeron en ese momento, pero cuando cruzaron miradas quisieron decir al otro que dieran vuelta, que volvieran a casa, que no podía ser cierto que en ese lugar sin pasto ni ganado alguien hubiera instalado un rastro con decenas de plazas vacantes.

“Llegó una camioneta con unos hombres raros y nos subieron. Nos llevaron a una casa donde había sangre hasta en las paredes, pero pensamos que era parte del rastro. Como a las dos horas se acercó un señor y dijo que si teníamos muchos huevos nos iba a dar una prueba.

La prueba fue “Eso Horrible”: extraer un corazón que hace apenas unas horas había dejado de palpitar. Sin titubear, sin llorar. Con la naturalidad de un niño que saca dulces de una bolsa en Halloween.

“Si lo haces, estás contratado”, dijo ese señor a Jorge, entumido por el miedo, con ganas de olvidarse de los prejuicios y tomar de la mano a su mejor amigo. “Si no, mañana mismo matamos a uno de los dos. Nosotros decidimos a quién”.

“Les sacaban los órganos… mientras estaban vivos”

Los órganos humanos también son objeto de deseo de los cárteles. Sirven para dos objetivos distintos, pero unidos por el horror de la violencia: para extraerlos y medir el nivel de deshumanización de un futuro integrante de un cártel o para las redes de tráfico ilegal que se creían extintas, revelan expertos consultados por MILENIO.

Saskia Niño de Rivera, presidenta de la organización civil Reinserta, cuenta que los recientes testimonios que su equipo ha recabado de personas reclutadas por el crimen organizado son muy distintos a los que recogió hace una década: hay, cada vez más, una fijación por los órganos humanos.

“Conocí el caso de un chico que estaba en una red de trasplantes de órganos en Tamaulipas. Tenía 14 años y su modus operandi era inyectar tranquilizantes a los niños que su grupo robaba y con eso les sacaban los órganos… mientras estaban vivos”, cuenta Niño de Rivera. “También conozco casos donde sacar un corazón, los ojos, es parte de un ritual de entrada en los grupos criminales”.

“Lo que hemos visto es que ya no hay códigos en el crimen organizado. Pareciera que estamos buscando una lógica detrás de las últimas expresiones de violencia extrema y queremos hacer un análisis profundo cuando, en realidad, la única respuesta es que es el ejercicio de la violencia por la violencia. Es el sadismo puro”.

Para Guillermo Donaldo Gutiérrez, director de la Fundación de Niños Robados y Desaparecidos I.A.P., la historia de Jorge resuena en las investigaciones que ha hecho en los últimos años, incluido el caso de un niño robado en la alcaldía Coyoacán que fue hallado con la cavidad torácica sin órganos o el de menores de edad que son privados de la libertad y que se les exige destazar como parte de una iniciación macabra.

“Los cárteles están incrementando su nivel de violencia en ritos o iniciaciones para comprobar si las personas que reclutan tienen suficientes ‘agallas’ para formar parte del grupo.

“A eso súmale que los órganos están en los últimos años muy cotizados en el mercado negro. Hay datos de que ya está muy cotizada la piel, que es el órgano más grande en el cuerpo humano. Yo no dudo que los cárteles estén inmiscuidos en este tema, pero pareciera que en México es un tabú hablar de tráfico de órganos en redes de criminalidad organizada”, comenta Donaldo Gutiérrez.

Emilio Maus, experto en trata de personas, asegura que en México la extracción de órganos se considera un mito y se piensa que el crimen organizado no cuenta con los recursos para llevar a cabo un transplante. El costo de no ver esa realidad es alto: se investiga y persigue poco esta modalidad de trata de personas. No hay cifras, pero sí historias de horror.

“El primer trasplante exitoso de órganos en México se hizo en 1963, hace casi 60 años. Sin duda, la ciencia ha avanzado desde entonces, pero la tecnología de entonces era suficiente para hacer un trasplante. Estoy seguro de que el crimen organizado puede montar una clínica con la tecnología necesaria para realizarlo”.

Semanas más tarde de la entrevista con Emilio Maus, documentos filtrados por el colectivo Guacamaya confirmaron su hipótesis: los cárteles en el país que operan sus propios hospitales con quirófanos altamente equipados.

“No duermo, no como, soy como un zombie”

El corazón que Jorge extrajo de ese cadáver lo recuerda como una esfera de carne cruda. Rojísimo, resbaladizo, sin palpitaciones. “No servía para trasplantarlo, ya no latía, pero cuando lo saqué y se los enseñé en mi mano, uno de los que estaban ahí me dijo que era una lástima haber pérdido un corazón tan joven, que lo hubieran podido vender en mucho dinero”.

Cuando lo extrajo, narra, los demás del grupo que lo veían atentamente aplaudieron y dispararon balas al aire. Le dieron palmadas en la espalda y lo felicitaron por no vomitar. Uno de ellos, recuerda, le dijo en broma —aunque tal vez en serio— que le diera una mordida al corazón para que todos los muertos del recién asesinado fueran sus esclavos en el infierno.

“Yo me sorprendí, la verdad. Un corazón es más pequeño de lo que parece en las películas. No sé… son esas cosas que uno sabe ahora y que desearía nunca saber. O como que la sangre no es roja, es más bien negra en algunas partes del cuerpo”.

Su amigo, a quien nunca llama por su nombre, hizo lo mismo con otro cadáver. También sacó un corazón, que sus cuidadores depositaron en una cubeta sucia cuyo destino desconoce. A ambos los felicitaron por hacer el encargo sin chistar. El reclutador les dio una botella de tequila para festejar y el amigo la devoró con la desesperación de un náufrago. Todos se emborracharon, excepto Jorge, demasiado asqueado para beber.

A la mañana siguiente, aprovechando que los cuidadores estaban noqueados por el tequila, Jorge y su amigo huyeron de esa casa. Poco habla de su escape: por dos días caminaron entre cerros ocres y casas con agujeros de bala como si tuvieran viruela. Cuando creyeron estar lejos pidieron auxilio a un grupo de militares, quienes les dieron dinero para comprar boletos de camión de vuelta al Estado de México. No pudieron convencerlos de poner una denuncia.

“No duermo, no como, soy como un zombie. A veces, pienso que lo mejor era que me hubieran matado ahí mismo. No tendría que sentir esto que todos los días siento”, cuenta Jorge sin dejar de frotarse las manos contra el pecho, como si quisiera limpiar la sangre de aquel día que se le metió bajo las uñas. “¿Te dije que intenté ser vegetariano? Me da un chingo de asco la carne. Peor si está cruda. No puedo ni verla en el mercado”.

¿Cuántos más como tú había en esa casa?, le pregunto y hace una mueca de dolor. “Un chingo”, dice, pero no tiene un número exacto. “Y nos dijeron que esperaban a más gente, que por eso había que apurarse a tener más cuerpos porque no querían pendejos que fueran al relajo. Si no sacaban un órgano, no servían para nada”.

Jorge ya no quiere hablar más. Su corazón se encoge cuando habla de “Eso Horrible” que hizo. Lo platicó porque necesitaba vomitarlo, como la carne descompuesta que se acumula en el estómago y que hay que expulsar o te mata. “Que tonto, ¿no? Necesito sacarme del pecho que le saqué a alguien algo de su pecho”, dice en el único momento de la charla en la que sonríe, aunque se parece más bien a una mueca.

Extiende la mano que considera maldita y da un apretón para despedirse. Murmura su número de Whatsapp por si quiero buscarlo otra vez, aunque preferiría que no lo hiciera. No sabe si tiene la fortaleza para recordar el machete, el crujido, el olor a tequila mezclado con el tufo a hierro de la sangre regada.

Jorge se va. Y sus piernas delgadas que se alejan bajo unos shorts anchos me recuerdan que, en unas semanas, cumplirá apenas 18 años (Óscar Balderas).